Música para flotar

miércoles, 3 de junio de 2015

Los trabajos de Victorino

El General Bárcenas
Curiosos fueron desde siempre los trabajos de Victorino. El muchacho, cuyo nombre fue elegido caprichosamente por su madre, veracruzana de nacimiento, en honor al militar que participó en la Revolución mexicana (Victorino Bárcenas), había sido invitado por Paula a su cumpleaños, dada la cordial relación de vecinos que tenían. Allí, en el sillón –ese medio ajado de tela verde–, me hice amigo de él hace algunos años. Su contextura fue lo primero que me llamó la atención: su espalda duplicaba en ancho a la mía y su quijada parecía indicar que desayunaba acero, sin padecer indigestión alguna.

Por sus proporciones hubiese jurado que se trataba de un guardaespaldas o uno de esos fornidos combatientes de lucha libre. Pero con el tiempo, cuando empecé a tratarlo y encontrar en él gustos en común, me topé con un grandulón extremadamente sensible, fanático de las novelas de Jane Austen y del arroz con atún de su madre. Victorino era un tipo particular: vestía siempre de camisa leñadora, jeans azules tirando a negros y borceguíes marrones. Los años se habían ido llevando su delicado y fino cabello castaño, pero poseía una tupida barba rubia. Era toda una estampa de leñador, un hombre atrapado estéticamente en los ’90, y geográficamente, en Canadá. Paradójicamente odiaba ese país sin razón, así como algunos odiaban la coliflor sin haberla probado. Usaba un reloj de pulsera extremadamente pequeño. Los números y las agujas eran tan pequeñas que llevaba siempre en el bolsillo, requisito indispensable para saber la hora, una lupa de bolsillo que triplicaba el tamaño del reloj. Entre los muchachos, suponíamos que esa pequeña prenda con correas gastadas revestía alguna importancia sentimental.

La deliciosa bebida de Coca-Cola
Asistía a todas las invitaciones y/o reuniones sociales con una botella de agua saborizada de dos litros y cuarto en la mano, pero no de cualquier marca o cualquier sabor… específicamente Aquarius, y de pera. En la otra mano llevaba un libro. Cuando le preguntaban por qué llevaba uno a un casamiento, por ejemplo, contestaba que si la cosa se ponía aburrida, él sería el único entretenido. No era mala idea. La bebida no tenía mucha explicación, simplemente le encantaba y lo que era mejor –para él, para su sed–, a nadie más le gustaba. Por lo tanto, esto generaba un doble mecanismo: se aseguraba de quedar cortés, sin caer en ningún lugar con las manos vacías, y podía ir midiendo el grado de necesidad de consumirla.

Pero todo o casi todo lo que vuelve interesante a Victorino, tiene que ver con los empleos  que consiguió o “le cayeron” a lo largo de su vida. Recuerdo que la primera vez que vino a casa, al escuchar la música que sonaba me refirió uno de ellos. Él trabajaba en la organización del evento, y como había entrado hacía poco a esa empresa, le encargaron una de las tareas más pesadas: le había tocado seleccionar confites rojos y solamente rojos, como parte de las exigencias caprichosas y sin sentido de un artista internacional que se presentó en el estadio Libertadores de América, artista que sonaba a través de los parlantes de mi departamento en ese momento. Sumado a eso, el logo de cada M&M debía estar mirando para arriba, lo que lo obligaba a custodiar celosamente el enorme recipiente en todo momento porque un solo movimiento, aun un pequeñísimo impulso, desacomodaría los dulces y generaría quién sabe qué consecuencias funestas. En su casa, el pobre practicó cómo ordenarlos, una semana entera. La cosa se ponía seria cuando se acababa la primera capa, es decir, la externa, porque el confite de abajo también debía continuar el orden, y así sucesivamente. ¿Serán los músicos tan prolijos para no desarmar la secuencia o era solo una manera de probarlo? Como sea, debía hacerlo y no molestar con preguntas. 

El codiciado confite de chocolate
Cuando bromeábamos al respecto, él siempre contestaba con una cuota de orgullo herido: "alguien tenía que hacerlo". La parte de los confites salió milagrosamente bien, incluso fue felicitado por la comitiva que rodeaba al artista. Pero se equivocó en la tonalidad de rojo que el célebre baterista había reclamado para el sillón de pana de su mascota. El famoso empezó a los gritos revoleando los palillos al tiempo que alegaba la falta de compasión y lo mucho que dañaba la vista de su caniche Puffer. Ah, porque ese es otro dato que me olvidé de mencionar: Victorino no solo tenía empleos raros, sino que duraba poco tiempo en ellos. Yo creo que una mala suerte lo perseguía o, al menos, siempre lo encontraba. 

En algún momento se fue a Francia a probar suerte y a los pocos meses estaba trabajando de "nariz", es decir de esos sujetos que testean si la fragancia puede o no vender para las grandes empresas de perfumes. Ojo, yo lo tuve que buscar en Internet porque cuando me lo contó por mail pensé que me estaba cargando, ni sabía que existía esa profesión. Al parecer, tenía como un don para el tema, casi como el siniestro personaje de Süskind.

Su madre fue a verlo y cuando volvió nos contó –café con leche y medialunas mediante– que la disciplina que Victorino tuvo que adoptar para trabajar allí había sido casi Zen. Se acostaba temprano, no podía consumir nada con sal, picantes o aderezos; debía comer poco –y encima una dieta casi exclusivamente a base de pollo, lo que le había provocado una delgadez extrema, que asustó a doña Toca–, no podía usar perfumes ni fragancias corporales como desodorantes o antitranspirantes. Eso no es todo, tuvo que someterse a una operación de nariz para que le quemaran los cornetes y así permitir más entrada de aire a la fosa nasal. En otra intervención quirúrgica le quitaron algunas glándulas sudoríparas para anular su transpiración. El sexo le era permitido dos veces a la semana: viernes y martes, ¡vaya uno a saber por qué! Debía usar determinado tipo de ropa y le estaba terminantemente prohibido resfriarse. Eso sí, el sueldo era bien jugoso y compensaba en parte las estrictas normas que debía seguir a rajatabla. 

María Carolina Josefina Pacanis Niño,
mejor conocida como Carolina Herrera
 
Todo iba bastante bien hasta que la desgracia sucedió. Porque además de tener mala suerte, yo creo que era medio “catrasca”, algo mufa, bastante torpe, condiciones que sumadas a la falta de fortuna, hacían de él un combo fatal. Un mediodía en el laboratorio se llevó sin querer,  y por supuesto, con mucho desatino, un vaso con una fragancia incolora: la confundió con agua. Cuando  se sentó, exhausto por un día agotador, se corrió el barbijo y, sin pensar, tomó el líquido de un solo trago. Media hora después, estaba internado en el Hospital de Rems. Carolina Herrera preparaba productos altamente nocivos en caso de ser ingerido, y le tuvieron que hacer un lavaje de estómago por intoxicación. Pero ojalá la cosa hubiese acabado allí; la compañía en la que trabajaba no solo lo despidió sino que le inició una demanda judicial por considerar que Victorino había tomado el líquido para luego "vendérselo" a la competencia. Una completa locura, sí. Al parecer, mediante dificultosos procesos, se puede depurar la orina y separar el perfume de las toxinas y los sedimentos. Él se defendió una y otra vez pero no hubo caso, no pudo convencer al magistrado que lo expulsó literalmente del país galo para siempre.

Un día viajaba en colectivo, y frente a él un adolescente o quizá un hombre de aspecto muy joven manipulaba su celular de forma tan extraña que Victorino comenzó a sospechar que le estaba sacando fotos. De repente, un rápido flash lo iluminó; sí, le estaba sacando fotos. Al principio se sintió halagado, algo curioso, pero luego empezó a sentirse cada vez más enojado. Al instante recordó que el día anterior se había caído por las escaleras de su edificio porque otra vez se había cortado la electricidad, y a pesar de los insistentes reclamos, la Administración se negaba a colocar luces de emergencia. Rodó como siete pisos, y el cuerpo le había quedado blando como un plato de ñoquis. Tenía moretones en todo el cuerpo y uno muy visible en la cara. Gracias a su gran contextura no se había hecho demasiado daño, pero lo que lo sacaba completamente de quicio era la mezquindad del consorcio, considerando el enorme valor de las expensas que cobraba.

No había sido el único en caer; al rodar, vio desparramados como a diez vecinos a lo largo de todo su doloroso recorrido, vecinos que por suerte lograron detenerse antes o amortiguarse con alguna de las paredes. Él era tan pesado que no lo logró.

Otro flash lo hizo volver a la realidad; el chico seguía inmortalizándolo con su pequeño dispositivo y Victorino no tuvo más paciencia. El diálogo fue algo así, o más o menos así me lo contaba mi amigo:

– Disculpame flaco, ¿por qué me estás sacando fotos?

– Señor… usted es la cara que estábamos buscando…

– ¿Qué cara…qué…qué me estás diciendo?

– Usted, señor… ¿está preparado para saltar a la fama?

Victorino, con el cabello más oscuro, un 
aspecto formal lejos del escocés, y su cara
tradicional de "tipo duro" a pesar de ser
más bueno que un pancito flautín.  
Luego de eso, hubo un intercambio que pasó de dudoso a amigable, y entonces Victorino bajó de ese colectivo con la certeza de que su carrera laboral tomaría un nuevo e impredecible rumbo. Veía la tarjeta impoluta que le había entregado el joven, leía y releía su nombre, su teléfono, su alto puesto…no perdería nada con llamarlo. Estaba sin trabajo y tampoco podía especular tanto. Eran los ‘90 y la cosa pintaba difícil, la desocupación era como una soga en el bolsillo. “Así que al otro día llamé y fui a ese Estudio de la calle Dorrego”, me contaba Victorino pasándome un mate.

Meses después, luego de muchas sesiones con dibujantes, fotógrafos, estilistas, maquilladores, continuistas, ilustradores y peluqueros, Victorino se convirtió en el “modelo vivo” de los personajes de la marca Kevingston, empresa del rubro de la indumentaria  inspirada básicamente en el Polo y el Rugby. Debió firmar un contrato de confidencialidad (tenía terminantemente prohibido hablar sobre su trabajo) y exclusividad (no debía aceptar ni trabajar en nada relacionado a los medios de comunicación) durante una década.

Le pagaban una fortuna y es por eso que luego renovó el contrato y luego, otra vez. Desde entonces, miles de personas llevan en sus remeras jugadores embarrados golpeando una pelota o tomando una cerveza; todo un imaginario inspirado en el rostro de Victorino. De hecho, yo tenía una remera de esa marca que me habían regalado alguna vez, y cuando me contó todo esto, volví a casa a buscarla y efectivamente pude ver a mi amigo en esas caras llenas de moretones, con algunas vendas embarradas. El mundo de la publicidad es un misterio, por lo menos para mí. Ahora era como una estrella de los medios, pero una estrella conocida solo por unos pocos; pero no por eso dejaba de recibir invitaciones a cenas, presentaciones, eventos de gala. La fama con las mujeres fue en alza. Y si bien siguió teniendo algunos golpes por caídas o distracciones, Kevingston lo alentaba a infligirse cada vez más y mejores heridas, que eran recibidas con entusiastas aplausos cuando asistía a una nueva sesión de fotos.

Una curiosidad: uno de los pocos acuerdos que había pactado cuando firmó ese primer contrato, era el de recibir al menos una copia de cada remera, llavero o muñequito que saliera. La empresa había aceptado sin poner un solo ‘pero’. En tantos años de actividad publicitaria, la casa de Victorino se había convertido en un museo atestadísimo de figuras, objetos y prendas inspiradas en su rostro. Hasta atrás del inodoro, uno advertía un pilón de porta documentos y fundas para celular. Victorino se convirtió, con el paso del tiempo, en un acumulador enfermizo que, sumado a un ego disparado por ese constante reflejo de sí mismo, perdió noción de la realidad.

Estos fueron los calzones asesinos de Victorino
Durante un tiempo dejó de aparecer en los lugares que solía frecuentar. No contestaba los llamados ni respondía los mails. Hasta que sucedió lo peor, algo impensable: los vecinos empezaron a sentir un desagradable olor que salía de su departamento y no se parecía al cerdo agridulce que semana tras semana intentaba preparar. Victorino estaba muerto, debajo de unas cajas inmensas llenas de calzoncillos tipo boxer que se le habían caído encima. La causa de la defunción fue principalmente asfixia, pero tenía síntomas de desnutrición y deshidratación también. La marca, por una sospechosa cláusula del contrato que al parecer fue algo “retocado”, según los peritos judiciales, se apropiaría para siempre de  la figura del fallecido, sin lugar a reclamos por parte de terceros.

Ahora genera cierta desazón cruzarse con su rostro en los productos, donde sea que se encuentren, pero pienso que por otro lado es una manera de inmortalizarlo, de mantener su imagen viva para siempre. Cada vez que bajo al sotano y veo los soquetes enmarcados en mi pared, autografiados por Victorino, no puedo evitar que se me piante un lagrimón.
¡Hasta siempre amigo!

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 Ningún escrito de este blog (ningún escrito de ningún blog del mundo) podría/debería existir sin la lectura, corrección y sabiduría de Silvia T.
Gracias
una vez más amiga de la vida.

jueves, 26 de marzo de 2015

La ventana*

Raúl tenía la única celda del pabellón con ventana. Todos lo envidiábamos sin disimulo y se lo decíamos sin tapujos, sin pensar en lo que pudiera importarle. Luego de tantos años en la cárcel, contábamos con ciertos beneficios que otros, recién ingresados, no tenían; pero ese cuadradito era casi tan ansiado como la libertad misma. Porque en cierta forma, era una porción de libertad. 

Todas las tardes, luego de realizar las tareas diarias y almorzar, volvíamos entusiasmados a nuestras celdas de cemento para que Raúl nos contara sobre el parque y lo que allí pasaba. 

Estábamos en un tercer piso, y las vistas del detenido más longevo eran condicionantes, mas no determinantes. Todos cerrábamos los ojos –al menos yo lo hacía y supongo que los demás, a fin de lograr un mayor efecto, también- y las palabras de Raúl nos transportaban. Las parejas que paseaban de la mano, los niños que jugaban a la pelota, las mujeres que llevaban a sus bebés a las hamacas, los vendedores de panchos, el danzar de las copas de los árboles, los perros que se olfateaban los traseros, todo, absolutamente todo –cualquier cosa– suponía una especie de evasión tan necesaria como comer o dormir. 

Al cabo de tanto tiempo de encierro, uno pierde bastante la noción del tiempo y del espacio. Los primeros años, mi mujer y mi pequeño hijo me visitaban una vez por mes. Más adelante, empezaron a venir cada dos meses. Un día, mi esposa me comunicó que habíamos dejado de estar casados. Fue un golpe duro, pero no podía reprocharles nada; para ellos la vida debía ser, a su manera, un suplicio. Hasta que dejaron de venir. Supongo que se habrán ido a vivir a otro lugar con mi hermano, persona carente de códigos que siempre anduvo persiguiéndola y que dejó de venir a verme casi al mismo tiempo que Sabrina. 

El enojo era solo un recuerdo, un pasatiempo amargo en el que caía de vez en cuando, como en un abismo inevitable. La culpa, el enojo, la frustración, acá dentro, no sirven de nada. Uno se inventa actividades como para no perder la cabeza, como recordar ciertos momentos felices, escribir relatos, leer los libros que proporciona la Biblioteca Estatal, tomar cursos de Manualidades y Carpintería, y todo tipo de quehaceres en donde la mente pueda encontrar una grieta que alcance para reafirmarse y no perder por completo la autonomía… La cárcel deshumaniza. 

Pero nada superaba “la ventana de Raúl”. No es que él fuera el dueño ni mucho menos, pero todos los que estábamos acá habíamos llegado después de él. Era como una leyenda viva. Ocupar esa celda tan preciada era la mayor recompensa a la que se podía aspirar. Secretamente ansiábamos su muerte; no por él, pobrecito, dado que le teníamos mucho cariño, sino por su ventana. Sabíamos que estaba viejo y enfermo. Era cuestión de tiempo. Todos nos portábamos excesivamente amables con los guardias y con nuestros compañeros, porque se rumoreaba que el próximo candidato a ocupar la celda de la ventana debía llegar por grandes méritos y con medallas de excelente conducta. Sin embargo, creo que todos íbamos a extrañar a Raúl por esa forma delicada de contarnos lo que veía con una sensibilidad exacerbada y que tornaba sus relatos tan singulares. Se decía que Raúl había sido un poeta (o algo así), que había asesinado de un modo macabro al violador de su hija y que, al final, había sido él quien terminó adentro… porque así es como la justicia funciona en este país). 

La prisión tenía una especie de microclima: siempre hacía mucho frío, independientemente de la estación del año, como si el sol estuviera enemistado con el establecimiento. Solamente en el patio uno lograba tener una idea cabal de la temperatura… y a él salíamos una vez por semana. Raúl describía tan bien el clima que eso no importaba demasiado. Además, era un gran narrador de historias. Entre los muchachos, teníamos la sospecha de que Raúl las agrandaba o exageraba, pero creo que, en el fondo, todos disfrutábamos de esa cuota de fantasía extra. En cualquier caso, no íbamos a permitir que la verdad arruinara un buen relato.

Una vez nos contó, medio desesperado, que se había levantado tanto viento que cerca de una docena de personas había sido arrastrada por un remolino formado entre el arenero y el espacio donde los jóvenes iban a andar en patines o en bicicleta. Raúl jadeaba, como si estuviera sucediendo de veras (¿y si en verdad era así?), como si estuviera muy afligido por el destino errante de esas inocentes personas. “¿Qué pasó?”, le gritaba Pato desde la celda de al lado, al tiempo que trataba de visualizar al viejo con un pedazo de espejo roto que usaba para emparejar su peinado. Pero luego, mientras lavábamos la ropa –actividad de la que Raúl estaba exento por su delicada salud–, Pato nos dijo: “El viejo estaba medio doblado agarrándose el corazón, como si le estuviera por dar un infarto”. Quizás Raúl sabía que era espiado y simulaba todo, pero Pato insistía en que nunca se había dado cuenta del truco del espejo. 

El modus operandi se repetía diariamente: las celdas se cerraban, esperábamos que los guardias se fueran y la calma retornara a los pasillos hasta que alguno rompía el silencio. “¿Cómo está el día?”, “¿Fue la parejita de la que nos contaste ayer?”, “¿Arreglaron la fuente?”. Raúl contestaba todas las preguntas enriqueciendo cada respuesta, como si fuera un alumno que quisiera sobresalir en la lección. Todos quedaban complacidos. Por supuesto, a cada uno le llamaba la atención un aspecto determinado que tuviera que ver con su vida, con su pasado o, quién sabe, con su futuro. Porque el presente era todo de Raúl y lo que nos contaba del parque. 

Muchas personas asistían al parque a tomar sol o a pasear el perro, y nosotros nos habíamos apropiado de ellas, como si de algún modo fueran ya un poquito nuestras. Una mujer gorda asistía cerca de las cuatro de la tarde, con dos chicos de la mano. A Camilo, mi compañero de la derecha, esos nenes le recordaban a sus mellizos, esos que habían quedado en su país de origen, al cuidado de su madre; entonces preguntaba por ellos casi como si fueran sus propios hijos. “¿No llegaron los melli todavía?” y luego: “¿Quién juega mejor a la pelota?”. Un hombre calvo, siempre vestido de negro, solía llevar una jauría un rato antes de que nos trajeran la cena. Jaime, el hombre más robusto que vi en mi vida, había tenido casi veinte perros con los que vivía en completa armonía y felicidad. Un día, al volver a su casa, el Doberman del vecino había saltado la precaria cerca que los separaba y había asesinado a ocho de ellos. Cuando Jaime llegó a su casa, el jardín era un reguero de sangre y de cuerpos mutilados. Los perros que habían sobrevivido aullaban de una manera desgarradora. Jaime cayó de rodillas, vencido y desesperado. Pero de repente, una furia asesina se apoderó de él y casi sin darse cuenta reaccionó. Él siempre me decía: “Negro, te juro que se me nubló todo y no me acuerdo cuándo fue que agarré la escopeta y se la vacié al ñato en la cara”... En conclusión, Jaime le preguntaba pesadamente a Raúl todos los día por los canes. El pobre viejo, que poco sabía de perros y de razas, se los describía como podía y Jaime revelaba sus amplios conocimientos: “Si, es un Labrador, pero Golden, porque tienen el pelo más lacio que los Labradores comunes”. Así, a fuerza de preguntarle, empezó a creer – en su locura o en su escape– que eran sus perros. Un día, Raúl le dijo que el cuidador le había pegado una patada a un Pequinés, y Jaime empezó a golpear los barrotes de la celda y a gritar como un loco, como si la patada la hubiese recibido en sus propias costillas. El alboroto era tan persistente que dos guardias acudieron a la sección y lo silenciaron a fuerza de machetazos/bastonazos en la cabeza y la espalda. Ese día pasó en silencio. Lo peor de todo fue que, a raíz de ese episodio, Jaime ya no podía ser candidato para suceder a Raúl. 

Yo, por mi parte, estaba enamorado de la mujer de cabello rojo. Creo que era el único de todos los detenidos sin esposa ni pareja. Por lo tanto, mis compañeros fueron democráticos y solidarios y esa mujer de piel blanca, cuerpo exuberante y melena de fuego, me la dejaron para mí. Confieso que decir “enamorado” puede suponer una equivocación, pero mi amor no era puramente platónico. Fantaseaba con salir de allí, cruzar al parque, llamarle la atención y darle un beso que le sacara el aire. Ella ni sabía de mi existencia, pero yo era un buen hombre y me habían encerrado por un delito menor que no había cometido; solo estaba guardando silencio para proteger a mi padre y a dos de sus socios. Supongo que uno tenía que caer, y pensaron que yo era el que resultaría menos perjudicado. Por eso, habían logrado mover sus influencias para acomodarme en el sector más seguro, con los prisioneros menos peligrosos... Nadie molestaba a nadie y, en conjunto, formábamos un grupo bastante unido. Las tareas se hacían amenas entre todos, y las risas, a la noche, a veces eran tan contagiosas que uno podía sentir que desaparecía de allí. La comida era mala, pero muchos de esos reclusos recibían visitas que les traían de todo; a veces, hasta cosas importadas, y no tenían problema en compartirlas. 

Los guardias también solían proporcionarnos cigarrillos a cambio de algunos pesos o trabajos menores como, por ejemplo, ordenar un fichero o reparar una impresora con los cabezales llenos de tinta (tarea de la que yo no tenía idea). Pero si bien la cárcel es un lugar siniestro y la falta de libertad es como vivir con una soga invisible atada al cuello, la diferencia la hacía la ventana de Raúl o, mejor dicho, Raúl y sus reportes diarios. Me acuerdo de una vez, hace como dos años, cuando Raúl fue internado una semana en una sala externa, por un principio de pulmonía que no llegó a concretarse. Me daba cuenta de que todos, inclusive yo mismo, estábamos irritados, de mal humor. Queríamos saber qué estaba pasando. ¿Y si a mi novia le había pasado algo? Está bien, calificarla de “mi novia” era algo delirante; pero cuando uno se encuentra preso posee una enorme necesidad de aferrarse a cualquier cosa para poder desenchufar un poco la cabeza y salir de allí, al menos durante unos minutos. Esa mujer, sin siquiera imaginar mi existencia ni mi embelesamiento plenamente espiritual, y a la que nunca “había visto” más que a través de las palabras de Raúl, alimentaba en mí una esperanza de hierro, un motivo que me borraba la idea de suicidarme. Sí, esa mujer que cada día se sentaba cruzada de piernas, al lado del bebedero, y se ponía a leer un libro de tapas oscuras que, según Raúl, era ‘Crimen y Castigo’, de Dostoievski, aunque bien podía ser ‘Don Quijote de La Mancha’ tomando en cuenta el grosor del volumen … era por quien yo ansiaba mi libertad para conquistarla. 

Esa ventana, ese contacto con el exterior mediado por uno de nosotros, constituía la evasión total que le daba sentido a nuestra vida. Una tarde, Raúl nos estaba explicando cómo habían chocado dos chicos en patines, mientras todos escuchábamos extasiados. Súbitamente, el relato se interrumpió con un golpe seco. Eso podía significar una sola cosa… La partida de Raúl caló tan hondo en todos nosotros que por un tiempo olvidamos la ventana. Ese rústico cuadrado de piedra en la pared no iba a ser lo mismo sin él; él era esa abertura y cualquiera de nosotros que ocupara esa celda no podría llenar esos zapatos tal como los llenaba el viejo. Durante una semana no se hablaba de nada… Raúl era muy querido tanto por nosotros como por los guardias, a los que muchas veces había aconsejado en cuestiones maritales o existenciales. Era desubicado reclamar su celda todavía, pero era innegable que el entusiasmo por ver eso que tanto habíamos escuchado por años y años, se agolpaba en el pecho y todo nuestro cuerpo temblaba de expectativa. Yo no había llevado una conducta ejemplar, a pesar de mis intentos -varias veces me había quejado con la cocinera sobre la comida que nos servían-, así que me mentalizaba con la idea de que yo no sería escogido. Pero sucedió.

Un mediodía, “el petiso orejudo”, como le decíamos a Ramírez, el guardiacárcel de nuestro sector, me puso una mano en el hombro que, a juzgar por la cara lívida de mis compañeros, pude suponer lo que significaba. “Hemos decidido transferirlo a la celda donde estaba Raúl, si es que usted no tiene inconveniente. Luego de las tareas, me busca y hacemos la “mudanza”, dijo y se despidió con una carcajada. No sabía cómo disimular mi alegría. Ramírez se dio cuenta; todos sabían lo mucho que queríamos esa celda. No entendí por qué yo, por qué no otro. Pero no quería abrir la boca. Era lo más grande que podía pasarme en ese lugar. La emoción me desbordaba. Tan alegre estaba que le regalé mi porción de puré –o lo que fuera esa papilla insípida– al turco Gómez. Todos me felicitaron con verdadero cariño; si bien lamentaban no haberla obtenido ellos, sabían que yo podía estar a la altura. Las bromas no tardaron en llegar: “Ojo, no te metas con mis perros” o “Mirame bien a los mellizos que están un poco traviesos”. Yo solo pensaba que iba a conocer a la mujer de cabello rojo, a la lectora.

Luego de algunas actividades, lo busqué a Ramírez y tras ayudarme a cargar mis pocas pertenencias (algunos libros, un portarretrato, etc.), nos dirigimos a la celda ocupada por Raúl hasta hacía pocos días. Esa marcha fue un momento maravilloso, todos vitoreaban, aplaudían y celebraban mi traslado. Fue uno de los mejores momentos de mi vida. La aventura estaba por empezar. 

Ramírez cerró la celda y mirándome a los ojos, con voz muy bajita y con aire compasivo me dijo: “Suerte... y te pido disculpas”. Yo no lo entendí, asentí educadamente y di un salto a la ventana. No sé cómo seguir contándoles... Fue muy impactante lo que sucedió a continuación: los otros presos empezaron a preguntarme qué veía, cómo estaba afuera...Y la ventana, la codiciada ventana... daba a un paredón gris. Era un patio interno y no había rastros ni de plazas, niños, perros, nubes o mujeres de cabello rojo. Reparé en las palabras de Ramírez y al instante entendí el amor inconmensurable que Raúl nos había tenido a todos para inventar sistemáticamente todo lo que nos había dicho a lo largo de no sé cuantos años, para actuar con su cuerpo sensaciones y emociones, dándole a cada palabra un sinfín de posibilidades que nos permitieran soñar. Me largué a llorar en silencio, compungido. Entonces, tragué saliva, abrí la boca y pensé en decirles a mis compañeros que todo había sido una mentira, una ficción para que nuestros días fueran más felices o, mejor dicho, menos decadentes. Pero no pude… Sentí que una misión me estaba encomendada y no había vuelta atrás. Casi todo un pabellón dependía de mí ahora, y los gritos y pedidos no dejaban de sucederse. Presentí que el secreto iba a devorarme los nervios… Aun así, cerré los ojos, me aferré a los barrotes de la celda y tranquilamente les dije: “Muchachos, es un día maravilloso”.


*Relato ficcional a partir de un pasaje de la novela Respiración Artificial de Ricardo Piglia

ESTE RELATO NO HUBIESE QUEDADO ASÍ, SIN EL APORTE Y LA EDICIÓN INCANSABLE DE MI AMIGA SILVIA T., PRIMERO COMPAÑERA EN LAS LETRAS, Y LUEGO, AMIGA DE LA VIDA. GRACIAS SIL.

lunes, 16 de febrero de 2015

La dicotomía de la revista

El puesto de diarios y revistas de Suipacha y Corrientes
Un caluroso día de diciembre, me encontraba caminando por Av. Corrientes, a la altura del obelisco. Me dirigía al Teatro Gran Rex para averiguar por las entradas de los conciertos que el españolísimo Serrat daría en marzo. Podía ser un buen regalo para mi madre en Navidad. Contaba también –era inevitable– con que se quejaría de cualquier ubicación que consiguiese que no fuera en primera fila, al centro. Pero como tenía el dato de una promoción 2x1, quería sacarle provecho.

En eso estaba, cuando al cruzar Suipacha y pasar por el puesto de diarios ubicado en la esquina, pude ver que la revista Lonely Planet (“La revista de los viajeros”) de ese mes estaba dedicada a Colombia. Ya sé, ya sé, no es nada asombroso, pero para mí significó algo más allá de lo que a primera vista connotaba. 

A comienzos de 2013, cuando empezaba a concebir la vaga idea de ir a México y a concentrarme en la búsqueda de información, vi en ese mismo puesto la Lonely Planet, que dedicaba su edición de enero de 2013 al destino azteca. Recuerdo vivamente que comprar esa revista significó un simbólico punto de partida. Volver en el colectivo hojeándola suscitó en mí una emoción solo comparable a la de un niño que llega a Disney World: estaba enloquecido con las imágenes, con las descripciones, hasta con el inigualable olor de las hojas recién salidas de la imprenta. El peso y la consistencia le daban seriedad a la publicación y saber que su nombre era mundialmente conocido la legitimaba. Ni siquiera tenía la certeza de poder hacer el viaje, aunque es indiscutible que esa compra fue un hecho decisivo. Acaso un motivo más para energizar las fantasías. 

El puesto de diarios y revistas de la esquina se convirtió de manera casual y por accidente, como casi siempre sucede, en el comienzo de un camino. De un camino que tendría ramificaciones insondables y maravillosas. 

Lo cierto es que hacia comienzos de 2014, ya había realizado dos viajes a México: en julio y en octubre. Me había enamorado, me había equivocado, había estado a punto de mudarme para allá (de hecho, hay una valija con libros que todavía me espera en una casa, ¡la casa en la que iba a vivir en el Estado de México!), y había vuelto con la mente abierta pero con el corazón algo maltrecho. 

La revista dedicada al país azteca
El primer viaje fue puro turismo: recorrí el país en una camioneta con una novia mexicana (es una historia larga), desde el Distrito Federal hasta Cancún, pasando por Puebla, Veracruz, Chiapas, Palenque, Quintana Roo... 

Para el segundo, llegué ilusionado con una nueva oportunidad laboral y social, la carpeta llena de copias de mi currículum y con las esperanzas predispuestas a encontrar, en ese lugar lejano, un lugar propio. En esa única semana, donde solo estuve en el D.F., fui a una entrevista en una editorial cuya directora tenía mucho cariño por los “argentinos” porque su hijo se había casado con una cordobesa, y me aseguraba que cuando me instalara podía hacer pequeños trabajos de corrección “para empezar”. Con esta misma novia mexicana preparamos el departamento donde íbamos a vivir, fuimos de compras, conocí a sus amigos... Realmente, ahora que hago una rápida retrospectiva, fue un desgaste enorme y todo se desvaneció como una nube ante un fuerte viento. El lugar daba garantías de todo tipo, pero el amor es un banco cuyos formularios me confundieron al punto de echarme de allí.

En octubre de 2014 viajé a Perú por dos semanas, también con una chica mexicana, pero a ella la había conocido por chat. Fueron dos semanas increíbles porque no nos conocíamos personalmente y sin embargo, desde el principio, nos tratamos como si fuéramos íntimos de toda la vida. Ahora que recuerdo, el puesto de Corrientes y Suipacha no tuvo injerencia en este último viaje; es decir, las revistas que compré o conseguí usadas eran de Parque Centenario o Parque Rivadavia o de las librerías de usados. También la embajada de Perú me aportó material muy útil. 

Al volver a Buenos Aires, me di cuenta de que una de las cosas que más me gusta en la vida es viajar. Me puse a pensar cuál sería mi próximo destino. 

La pila de revistas en un deja vù total
Definitivamente estaba muy comprometido, desde lo intelectual y lo pasional, con la identidad latinoamericana. Entonces surgió la idea de Colombia. Historia, cultura, García Márquez, playas... sonaba bien. Cuando esta idea no era más que un embrión, entonces la Lonely Planet reapareció y lo hizo de la misma manera que lo había hecho aquella dedicada a México años atrás: en el medio del puesto, en una pila apoyada en un banquito de plástico blanco (bastante sucio), sobre la vereda, lo que demuestra que la vendedora seguía siendo la misma y que sus rutinas no habían cambiado mucho. Quizás –pensé– le pasaban algún dinero extra por la exposición diferenciada, tal como hacen las empresas de golosinas en todos los kioscos OPEN 25 HS. El título: “Rumbea para Colombia”; el eslogan, comercialmente atrapante: “Baila pegadito en Bogotá, respira historia en Cartagena y combina relax con aventura en las playas de Santa Marta”. 

Caminaba tan abstraído pensando en cuánto estaría dispuesto a pagar por Serrat, que cuando mis ojos fueron captados por esa tapa, todo se desvaneció y los recuerdos, las memorias y las visiones afloraron. Automáticamente encaré a la vendedora, pero antes de hablar me alejé sin decir nada. ¿Debía comprarla en ese mismo lugar? Siendo optimista, podía significar un buen augurio, una manera de repetir una experiencia sumamente real, efectiva y auténtica; un nuevo comienzo para una aventura misteriosa. Pero esos viajes a México también significaron mucho dolor y decepción; en particular, el segundo. Todo había empezado en ese puesto y había terminado mal. Entonces, ¿por qué no prevenir un destino nefasto y torcer el camino comprando esa edición en otro lugar?

Mis divagaciones mentales podían tener un alto grado de superstición y me inclinaba más por pensar que las cosas no se daban de manera casual, porque sí, sino que estaban encadenadas a una rueda mística, donde cada engranaje, constituido por pasos, acciones y palabras, podía o no conducirte a un buen final. La pregunta era, ¿quería repetir eso de vuelta? La intensidad puede ser una droga maravillosa, pero cuando se va, uno queda rengueando, pidiendo aire y aferrado a una realidad esquiva. ¿Hasta dónde podía llevarme la elección del puesto, la compra de la revista, el temor a no repetir ciertas cosas (enamorarme) y la ilusión de replicar otras (viajar, descubrir)? 

Era un estupidez sobredimensionada suponer que ese acto tan trivial podía trastocar el orden del universo, porque mi vida en relación al resto necesariamente generaría un cambio; por ejemplo, si yo decidiera hacer explotar una bomba en un avión, quizás eso generaría un cambio de paradigma en las restricciones a la hora de volar, de aquí en más y para siempre. 

La revista ...¿me perseguía?
Es una estupidez, puede ser, pero si algo fuera de lo normal realmente pasara, ¿no sería mejor evitarlo? Tanto la serie televisiva Lost como el escritor del género fantástico y ciencia-ficción Ray Bradbury nos han enseñado que, con solo modificar una pequeña circunstancia, podemos dar lugar a que los sucesos más inverosímiles lleguen a ocurrir algún día. Supongamos, por caso, que mis manos tuvieran algún tipo de germen que yo le transmitiera, de manera imprevista y desafortunada, al billete que la vendedora tomara al cobrarme la revista. Que luego ella, en un rato muerto, se emparejara el largo de las uñas dándoles pequeñas mordidas y contrajese una extraña enfermedad que la matara en tres meses, luego de padecer los devastadores efectos de una quimioterapia. Que, como consecuencia, se produjeran cientos de penosos momentos (familiares primero, clientes después que, quizás y dado queella llevaba allí un largo tiempo, le tenían cariño), afectando la visión de sus más íntimos sobre “trabajar en la calle y los peligros que conlleva”. Que este suceso los llevara a usar por un tiempo guantes y barbijos hasta que esa paranoia desapareciese, al tiempo que mantendría su sensibilidad sanitaria muy exacerbada, y que miraran con temor hasta a los nenes que en el subte quieren darles la mano… En definitiva, todo eso sería culpa mía. Uno no advierte el grado de responsabilidad que tiene todo el tiempo. 

El rayo de sol de la tarde me perforaba la cabeza. Debía decidir. Desde donde estaba podía ver la marquesina con la imagen del “Nano” y su “Antología desordenada”. Volví a tantear mi bolsillo trasero aun sabiendo que tenía dinero, solo para ratificarlo. Soy alguien poco dado a la innovación y a dejar mi zona de confort. Si algo me resulta, suelo repetirlo y transmitirlo a mis pares. Desde lugares para ir a comer, películas para recomendar, etc. Pero, ¿qué pasaría si un mínimo gesto cambiara mi vida para siempre? Si irme de ese lugar con la revista significara una venganza del destino que viendo mi falta de arrojo me castigara todavía más y terminara en Colombia secuestrado por las FARC durante 13 años o, peor aún, me quedara sin viajar siquiera. O si contrariamente, por comprarla allí, mi obstinación fuera premiada porque: “esta vez, por valiente, todo va a salir mejor”. Si la adquiría en otro lado, podía desarticular el orden mundial… Quizás dentro de la revista, debido a un descuido, encontraba un puñado de dólares; o quizás podía finalmente viajar y terminar siendo el gobernador de un pueblo costero, viviendo con una amante pulposa. ¡Cuántas opciones y ni una sola concreta posibilidad de aventurar el éxito o el fracaso de la empresa! No era casual estar ahí, ese día y a esa hora. 

A modo de epílogo:

Todo comenzó yendo a comprar
entradas para Serrat
Estuve muchos días tratando de dar con el final adecuado, si es que ese infinitivo puede agrupar cientos de ideas, pensamientos, intentos y fracasos. Lo más justo sería decir que todos los finales que elaboré para este escrito no me convencieron; sin llegar a persuadirme siquiera. Algunos quedaron solo en un par de imágenes entre la vigilia y el sueño. Otros tuvieron un poco más de suerte y empezaron a cobrar realidad en la pantalla pero, al tiempo, fueron eliminados por la continua y decidida presión sobre la tecla de “retroceso”. Por más que le diera vueltas al asunto, no lo conseguía. Hasta que descubrí qué era lo que estaba pasando: este relato no puede tener un final; es decir, no tengo ningún tipo de certeza sobre lo que va a pasar porque compré la revista en otro puesto. Podría intentar un final ficcional, decir que todo salió bien con esa elección y que el universo no explotó o podría suponer que haber trastocado el supuesto orden de los sucesos va a derivar en una catástrofe sin precedentes. Pero lo cierto es que no podré evaluar el peso de mi elección hasta que no pase el tiempo y las cosas se acomoden. Por ahora, lo palpable es que tengo la revista en mi poder. La única decepción sería que nada pasara, pero sé que uno tiene que poner mucho de sí para lograr algo; afortunadamente, existe el libre albedrío… 

No me gustan los finales abiertos pero, de alguna manera, este lo es. Darle un cierre sería más que arriesgado e imprudente: no puedo o, mejor dicho, no debo adelantarme al final de una historia que va a darse en el tiempo, fuera de las letras, con el devenir de los acontecimientos que, por suerte, todavía desconozco…
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Editora general indiscutida: Silvia T.  

miércoles, 21 de enero de 2015

Despedidas S.A

Una despedida muy "emotiva"
La escena era conmovedora: casi una docena de personas despedían a Agustín en la Terminal de Ómnibus de Retiro. Prácticamente uno podía reconocer a sus padres, abrazados con dulzura y cierto brillo en los ojos; a sus hermanos, algo molestos y haciéndole gestos obscenos; a su novia, que le tiraba besos y con la mano le pedía que la llamara al llegar; a algunos amigos, algo indiferentes, hablando entre sí; y a la abuela, que completaba la escena hablándole a través del vidrio, como si Agustín pudiera entenderla letra por letra. 

El micro salía ya de la Terminal cuando me presenté y felicité a mi eventual compañero de viaje por su familia y sus afectos. Rara vez había presenciado una despedida tan emotiva y numerosa. En general, a mí nadie iba a despedirme, y esa situación –debo admitirlo- me generaba cierta desazón. Él respondió a mi saludo con cara de pocos amigos -ahí supe que se llamaba Agustín-, me agradeció con un gesto cortés pero algo antipático (distante, para ser más exacto) y se colocó prontamente unos auriculares rojos marca Sony en los oídos. Quedé algo perplejo por su frialdad, saqué de mi mochila la novela que llevaba y me enfrasqué en su lectura. Tenía varias horas de viaje por delante y ‘2666’, de Roberto Bolaño, tiene más de mil páginas.

Llegamos a destino según la hora prevista. Bajamos todos los pasajeros, con esa ansiedad tan propia de quienes han estado sentados demasiado tiempo. Luego de recoger mi equipaje, “Agustín” me entregó una tarjeta y se fue caminando bastante apurado. La guardé en un bolsillo, como un acto reflejo, y me dispuse a encontrar un taxi que me llevara al hotel donde debía dar esa serie de conferencias. 

Mientras el coche zigzagueaba por las calles del pueblo, me acordé de la tarjeta y la saqué. Era blanca, de un papel elegante, algo brilloso, y en el centro se leía “Despedidas S.A.” y abajo, un teléfono. A simple vista me pareció una estupidez, una cargada. En aquel momento, no relacioné para nada ese pedacito de cartulina con la despedida que había presenciado antes de comenzar el viaje. 

Una semana más tarde, cuando volví a casa en una noche de domingo, ya bastante aburrido de leer las conferencias digitalizadas del congreso en el que había participado, recordé la tarjeta. Llamé. 

– Si conoce cómo funciona la empresa, marque 1; si quiere hacer un reclamo, marque 2; si es la primera vez que llama, marque 3; para otras consultas, marque 4. 

Marqué el tres y una música algo pretenciosa entretuvo mi impaciencia, creo que era Wagner. Al cabo de unos segundos me atendió un ser humano.

– Bienvenido a Despedidas Sociedad Anónima, mi nombre es Juan Carlos, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
Empleados de la empresa en pleno trabajo
Algo impresionado por escuchar toda esa presentación sin que el operador tomara un poco de aire, le dije mi nombre y prácticamente nada más. Entonces, Juan Carlos tomó la posta y se explayó contándome que la Compañía se encargaba de “armar” despedidas. 

– ¿Cómo armar despedidas?, le pregunté algo brusco. 

– Sí, señor. Por ejemplo, usted se siente solo o triste o no tiene a nadie que lo vaya a despedir antes de efectuar un viaje... bueno, nosotros ofrecemos un momento único, ponemos a su disposición una persona o las que quiera para que esa ocasión sea conmovedora y para que la gente a su alrededor compruebe lo popular y estimado que es. 

– Me parece aberrante el servicio que brindan, le chanté con toda crudeza. Pensé en “Agustín” y recién ahí entendí toda esa maravillosa, pero ficticia, ceremonia del adiós. Claro, era joven y, como todo joven, padecía inseguridades que tranquilamente podrían haberlo llevado a contratar este tipo de asistencia. 

– Con todo respeto, señor, esta empresa tiene una función social positiva que busca superar un momento que es, muchas veces, incómodo o insoportable para personas que no tienen afectos reales o no cuentan con nadie que los acompañe... 

– Como una prostituta, lo corté en tono irónico. Mi comentario no le agradó ni un poquito porque me contestó: 

– ¿Le gustaría contratar un servicio o desea que le aclare alguna otra duda? 

Claramente me quiso sacar de encima.

– Disculpe Juan Carlos, pero reconozca que es raro lo que proponen. Era evidente que él no podía mostrarse de acuerdo conmigo, en contra de los intereses de la empresa a la que representaba. Entonces, bajé la guardia y le dije que quería contratar un servicio. Suelo realizar varios viajes por mes y, más allá de toda frivolidad, me sentía algo curioso de ver cómo funcionaba. 

– Aguarde en línea, por favor.

Esperé. Me quería burlar un poco más de ellos. Otra vez la musiquita… Parecía pop prefabricado para adolescentes. Una jovencita con tonada colombiana interrumpió, por fin, la insoportable melodía. 

– Buenas tardes señor, mi nombre es Paula y mi compañero transfirió la llamada porque usted quiere contratar una despedida. ¡Enhorabuena! 

De inmediato, reflexioné: ¿quién dice “enhorabuena” en pleno siglo XXI? El “buenas tardes” había quedado tan lejos de todo lo que dijo después, que corresponder al saludo ya me parecía irrelevante. Más aún, considerando que eran cerca de las ocho de la noche y me había dicho “Buenas tardes”… ¿Quizá prueba de que la chica con acento colombiano estaba tercerizando la llamada, dado que su país tiene dos horas menos en relación a la hora argentina? Le dije que era correcto, que estaba interesado y que me gustaría conocer las opciones. 

– ¿Qué anda buscando? me preguntó maquinalmente. 

Yo no sabía qué responderle... Entonces, para ganar unos segundos, contesté con otra pregunta (pregunta que seguro estaba harta de escuchar): 

– ¿Qué es lo más pedido... en general?

 "Abuela" del catálogo de Despedidas S.A.
Sin denotar apuro alguno me contó, casi como una infidencia, que las despedidas más solicitadas incluyen una «novia» y habitualmente una «abuela», porque mucha gente nunca conoció a la suya o porque el recuerdo que tiene de ella la convierte en un «personaje insustituible». 

– Ah, personajes… Entonces, tal como me imaginé, ustedes son una especie de actores... 

– Somos profesionales en despedidas y nos adaptamos a los pedidos de cada uno, según sus preferencias. 

Inquirí por ellas y su pacientes explicaciones mantuvieron cierta cohesión, considerando lo extensas que eran. 

– Por ejemplo, si usted quiere contratar la despedida con «pareja», puede no solo elegir el aspecto de la persona (su edad, color de pelo, vestimenta, etc.), sino también agregar besos y abrazos, por un costo adicional. Una vez que las pautas han sido establecidas, designamos los candidatos que seleccionamos de nuestra base de profesionales, priorizando siempre las predilecciones del cliente y aplicando un criterio detallista y meticuloso para su satisfacción. Contamos con gente de variadas etnias para cubrir todas las eventualidades. 

Yo estaba asombrado por lo que escuchaba, todo parecía tan irreal… y, sin embargo, me sentía a la vez inmerso en cada potencial situación, como en una dimensión paralela pero posible. Sin duda, estaban preparados para persuadir a los escépticos. La chica continuó: 

– Cada rol tiene su precio, y la despedida empieza cuando usted lo desea: pueden acompañarlo desde su casa u hotel al aeropuerto o desde el lugar del que usted salga, para que la gente no lo vea llegar solo; pueden encontrarse en una confitería o directamente pueden aparecer a pocos minutos de la hora de la partida, simulando una involuntaria llegada tarde. 

Me quedé pensando en el “pueden aparecer”, como si pudieran aparecer por ósmosis o como si fueran robots programables. Era muy probable que gente incrédula como yo llamara a diario y, por eso, estaban bien aleccionados para enfrentarse con un amplísimo espectro de “consultas difíciles”. Me explicó que en caso de solicitar “familiares”, debía mandar algunas fotografías mías para que ellos pudieran buscar “profesionales adecuados que pudieran compartir rasgos genéticos conmigo”. Ya un poco cansada, me preguntó si tenía una idea de lo que quería encargar. Usó esa palabra, “encargar”, como si fuera una pizza a domicilio. Era todo bastante escalofriante. En caso de que estuviera decidido, ella me derivaría con el Departamento de Cobros para informarme de los valores. 

– Le recomiendo el full pack, me dijo, como si fuera una amiga alertándome sobre una oferta imperdible. Está constituido por diez personas e incluye: padre, madre, abuela o abuelo, novia, dos hermanos o hermanas o uno y uno, un tío o tía, y tres amigos o amigas. 

La soledad desespera a mucha gente
Era claramente lo que Agustín había contratado. Me dio pena todo este asunto. Me dio pena que existiera una empresa que se dedicara a esto. Me dio mucha más pena la gente que se siente tan sola que llega al punto de contratar esto... Yo era un hombre solitario, pero jamás creí necesario suplir con actores mi vacío eterno para sentirme por un rato querido, admirado, acompañado. A veces, la soledad es desesperante y uno trata de paliarla como sea. ¿Adónde hemos llegado? ¿Tanta necesidad de cariño tenemos?... 

Seis meses después estaba a punto de partir para Necochea, ciudad balnearia que, por razones familiares, me deprime hasta la médula. Pero me habían invitado con tanta insistencia durante los últimos años, que ya no sabía cómo negarme. Hasta me habían organizado una firma de libros en una librería céntrica. Sentí que como iba a hacer un viaje a un lugar tan poco placentero, debía regalarme algo... hacerme un mimo... para hacer más soportable todo. Bastante castigo era visitar la hermana no querida de la Costa Atlántica y encima, en invierno; hasta sentía escalofríos al recordar el viento helado cortándome la cara. 

En esas cavilaciones estaba, felicitándome al mismo tiempo por la decisión de haber contratado el servicio de Despedidas S.A., cuando de pronto apareció un hombre de contextura grandota como la mía, de pelo castaño tirando a colorado como el mío, y de rasgos extrañamente parecidos a los míos, que me dio un fuerte abrazo al grito de: “¡Hijo querido, que tengas buen viaje!” Me sentí casi asfixiado entre sus brazos, ya que la intensidad de su cariño, de su impostado cariño, era de temer. No sé cómo habían dado con alguien tan parecido a mí. Yo no sabía qué decir. Supuse entonces que había que seguirle el juego. Se separó medio metro de mí y me dijo con un tono en extremo elevado, para que lo escuchara la ciudad entera: 

– ¡Mira quién vino a despedirte y pidió el día en la oficina! 

Desde atrás de él –claro, era tan alto y ancho como un ropero, por lo que no podría haberla visto antes–, apareció una preciosa muchacha oriental que caminó hacia mí, me tendió los brazos y empezó a besarme por toda la cara. Si la hacía, la hacía bien, había pensando cuando hice el encargo. Su perfume era delicioso. Vestía un kimono rojo con dragones negros, lo que me pareció algo demasiado estereotipado… Pero quizás era yo el que miraba todo como un actor circunstancial, más pendiente de cómo sería recibida la pantomima por el accidental público que de mi propio papel en esa representación “confeccionada a pedido”. En ese instante, se anunció la partida del ómnibus de la empresa Plusmar y ellos dos, desde abajo, me saludaron con una emotividad muy honesta. ¡Eran realmente buenos en lo que hacían!, pensé. Ni siquiera habíamos bajado la rampa que bordea la estación de Retiro y la Villa 31, cuando una señora de unos sesenta años, sentada a mi lado, me preguntó: 
El micro parte a lo desconocido 

– Era su novia esa japonesita, ¿no? Lo felicito, muchacho. Y parece que se lleva a la perfección con su padre... 

Tuve la imagen de mi rostro cuando el color abandonaba mi semblante. Traté de disimularlo comportándome lo más cordial posible… y luego me di vuelta para intentar dormir unas horas. 


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Este relato es ficción hoy... pero ¿mañana?
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Editora general: Silvia T.

domingo, 21 de diciembre de 2014

La venganza de los dientes

Esta mañana el dentífrico se enojó conmigo. Más que experimentar un enojo, creo que fundamentalmente se quedó decepcionado con mi actitud...

Todas las mañanas y las noches me lavaba con la pasta Aquafresh Triple Protección. Disfrutaba mucho de su sabor y de cómo se adhería a mi cepillo. Creo que ella también se deleitaba al recorrer los pasillos de mi boca y perderse a lo largo de mis dientes. Se divertía mucho con las diferentes secuencias de sonido que voluntariamente yo lograba con ayuda de la fricción de las cerdas. Además, los alternados y violentos movimientos le daban a la pasta una vorágine que no había conocido, considerando la monotonía de permanecer encerrada en un tubo. El cepillo también estaba encantado con esta pasta. Disfrutaba cuando, luego de estar lleno de espuma, se bañaba y le quedaban los pelitos suaves y con un perfume tan seductor. Dicen que está conquistando a otro de los cepillos del baño. 

Conformábamos un trío perfecto y sin discusiones. Yo respetaba los tiempos del cepillo que, ya entrado en meses, se cansaba más rápido e higienizaba con menor eficacia; y seguía su explícito pedido, encargándome de secarlo bien. La pasta me aseguraba disolverse lo mejor posible en mi boca; yo la dejaba puesta en el cepillo un rato para que conversaran antes de empezar la limpieza y este pudiera empastar todas las cabezas de su reino. A su vez, el cepillo aseguraba poner a mi disposición todas las cerdas para que llegaran a los lugares más difíciles y me prometía ser cuidadoso con las encías, que ya se habían quejado en otras oportunidades por pinchazos y trabajos descuidados. Por supuesto, las manos ‘se lavaron’ del asunto. 


El problema fue cuando llegó la otra... Un día, una nueva pasta apareció en el lavatorio. Era la Aquafresh Ultimate White, notoriamente de mejor proveniencia. Su calidad era sobresaliente. Era corta de estatura y su tapa era mucho más grande, a diferencia de la otra: alta, con tapa pequeña y, por su desgaste, curva en el torso. La caja de la nueva pasta era casi metalizada y según el movimiento, hacía brillar unos triángulos. Entonces empecé a usarla sin terminar la otra, es decir, sin haberle dado fin y permitiéndole que pudiera descansar en paz en el cementerio cósmico de un aliento divino. Rápidamente todos los seres del baño le tomaron bronca. El cepillo fue tirano, y descuidado a la hora de recorrer mi boca: en tres lavados, me había producido tres llagas. El sabor era menos agradable pero, según lo indicado en la caja, esta era de mejores atributos y lograba dar a los dientes una blancura superior a la otra. Hubo ruido y discordancia entre todas las partes. A mí también me daba lástima abandonar la otra, pero no podía evitar usar la Ultimate White. 

Según se comenta, este dentífrico era prepotente y arrogante en sus relaciones con los demás. Había arreglado con la mano derecha para que la guardara en un estante alejado mientras permaneciera en el baño, justamente para no relacionarse con los demás. Hasta se llevaba mal con el jabón, uno de los seres más amables del baño. 

Como les decía al principio, esta mañana la Triple Protección se fastidió conmigo. La pasta “invasora” se me había acabado por la noche y todos allí sabían que al otro día volvería a la vieja pasta, no por extrañarla o sentir cariño (aunque sí la extrañaba), sino por necesidad. Lo que yo desconocía era que esta vieja pasta había sido muy influyente en el grupo. De alguna manera, esa noche logró un complot que fue terminante. Por desgracia, yo tampoco conocía a la perfección la opinión de los dientes... Al despertar, ellos se habían marchado de mi boca. 

Gracias Sil T. por seguir leyendo y corrigiendo cada una de mis fantasías literarias.
Mis mayores afectos amiga de la vida