El General Bárcenas |
Curiosos fueron desde siempre los
trabajos de Victorino. El muchacho, cuyo nombre fue elegido caprichosamente por
su madre, veracruzana de nacimiento, en honor al militar que participó en la
Revolución mexicana (Victorino Bárcenas), había sido invitado por Paula a su
cumpleaños, dada la cordial relación de vecinos que tenían. Allí, en el sillón –ese medio ajado de tela verde–, me hice
amigo de él hace algunos años. Su contextura fue lo primero que me llamó la
atención: su espalda duplicaba en ancho a la mía y su quijada parecía indicar
que desayunaba acero, sin padecer indigestión alguna.
Por sus proporciones hubiese jurado que se trataba de un
guardaespaldas o uno de esos fornidos combatientes de lucha libre. Pero con el
tiempo, cuando empecé a tratarlo y encontrar en él gustos en común, me topé con
un grandulón extremadamente sensible, fanático de las novelas de Jane Austen y del
arroz con atún de su madre. Victorino era un tipo particular: vestía siempre de
camisa leñadora, jeans azules tirando
a negros y borceguíes marrones. Los años se habían ido llevando su delicado y
fino cabello castaño, pero poseía una tupida barba rubia. Era toda una estampa
de leñador, un hombre atrapado estéticamente en los ’90, y geográficamente, en
Canadá. Paradójicamente odiaba ese país sin razón, así como algunos odiaban la coliflor
sin haberla probado. Usaba un reloj de pulsera extremadamente pequeño. Los
números y las agujas eran tan pequeñas que llevaba siempre en el bolsillo,
requisito indispensable para saber la hora, una lupa de bolsillo que triplicaba
el tamaño del reloj. Entre los muchachos, suponíamos que esa pequeña prenda con
correas gastadas revestía alguna importancia sentimental.
La deliciosa bebida de Coca-Cola |
Asistía a todas las invitaciones y/o reuniones sociales con
una botella de agua saborizada de dos litros y cuarto en la mano, pero no de cualquier
marca o cualquier sabor… específicamente Aquarius,
y de pera. En la otra mano llevaba un libro. Cuando le preguntaban por qué
llevaba uno a un casamiento, por ejemplo, contestaba que si la cosa se ponía
aburrida, él sería el único entretenido. No era mala idea. La bebida no tenía
mucha explicación, simplemente le encantaba y lo que era mejor –para él, para
su sed–, a nadie más le gustaba. Por lo tanto, esto generaba un doble
mecanismo: se aseguraba de quedar cortés, sin caer en ningún lugar con las
manos vacías, y podía ir midiendo el grado de necesidad de consumirla.
Pero todo o casi todo lo que vuelve interesante a Victorino,
tiene que ver con los empleos que
consiguió o “le cayeron” a lo largo de su vida. Recuerdo que la primera vez que
vino a casa, al escuchar la música que sonaba me refirió uno de ellos. Él
trabajaba en la organización del evento, y como había entrado hacía poco a esa
empresa, le encargaron una de las tareas más pesadas: le había tocado
seleccionar confites rojos y solamente rojos, como parte de las exigencias
caprichosas y sin sentido de un artista internacional que se presentó en el estadio
Libertadores de América, artista que
sonaba a través de los parlantes de mi departamento en ese momento. Sumado a
eso, el logo de cada M&M debía
estar mirando para arriba, lo que lo obligaba a custodiar celosamente el enorme
recipiente en todo momento porque un solo movimiento, aun un pequeñísimo
impulso, desacomodaría los dulces y generaría quién sabe qué consecuencias
funestas. En su casa, el pobre practicó cómo ordenarlos, una semana entera. La
cosa se ponía seria cuando se acababa la primera capa, es decir, la externa,
porque el confite de abajo también debía continuar el orden, y así
sucesivamente. ¿Serán los músicos tan prolijos para no desarmar la secuencia o
era solo una manera de probarlo? Como sea, debía hacerlo y no molestar con
preguntas.
El codiciado confite de chocolate |
Cuando bromeábamos al respecto, él siempre contestaba con
una cuota de orgullo herido: "alguien tenía que hacerlo". La parte de
los confites salió milagrosamente bien, incluso fue felicitado por la comitiva
que rodeaba al artista. Pero se equivocó en la tonalidad de rojo que el célebre
baterista había reclamado para el sillón de pana de su mascota. El famoso
empezó a los gritos revoleando los palillos al tiempo que alegaba la falta de
compasión y lo mucho que dañaba la vista de su caniche Puffer. Ah, porque ese es otro dato que me olvidé de
mencionar: Victorino no solo tenía empleos raros, sino que duraba poco tiempo
en ellos. Yo creo que una mala suerte lo perseguía o, al menos, siempre lo
encontraba.
En algún momento se fue a Francia a probar suerte y a los pocos
meses estaba trabajando de "nariz", es decir de esos sujetos que
testean si la fragancia puede o no vender para las grandes empresas de
perfumes. Ojo, yo lo tuve que buscar en Internet porque cuando me lo contó por mail pensé que me estaba cargando, ni
sabía que existía esa profesión. Al parecer, tenía como un don para el tema,
casi como el siniestro personaje de Süskind.
Su madre fue a verlo y cuando volvió nos contó –café con
leche y medialunas mediante– que la disciplina que Victorino tuvo que adoptar
para trabajar allí había sido casi Zen.
Se acostaba temprano, no podía consumir nada con sal, picantes o aderezos;
debía comer poco –y encima una dieta casi exclusivamente a base de pollo, lo
que le había provocado una delgadez extrema, que asustó a doña Toca–, no podía
usar perfumes ni fragancias corporales como desodorantes o antitranspirantes.
Eso no es todo, tuvo que someterse a una operación de nariz para que le quemaran
los cornetes y así permitir más entrada de aire a la fosa nasal. En otra
intervención quirúrgica le quitaron algunas glándulas sudoríparas para anular
su transpiración. El sexo le era permitido dos veces a la semana: viernes y
martes, ¡vaya uno a saber por qué! Debía usar determinado tipo de ropa y le
estaba terminantemente prohibido resfriarse. Eso sí, el sueldo era bien jugoso
y compensaba en parte las estrictas normas que debía seguir a rajatabla.
María Carolina Josefina Pacanis Niño, mejor conocida como Carolina Herrera |
Todo iba bastante bien hasta que la desgracia sucedió.
Porque además de tener mala suerte, yo creo que era medio “catrasca”, algo
mufa, bastante torpe, condiciones que sumadas a la falta de fortuna, hacían de
él un combo fatal. Un mediodía en el laboratorio se llevó sin querer, y por supuesto, con mucho desatino, un vaso
con una fragancia incolora: la confundió con agua. Cuando se sentó, exhausto por un día agotador, se
corrió el barbijo y, sin pensar, tomó el líquido de un solo trago. Media hora
después, estaba internado en el Hospital de Rems. Carolina Herrera preparaba
productos altamente nocivos en caso de ser ingerido, y le tuvieron que hacer un
lavaje de estómago por intoxicación. Pero ojalá la cosa hubiese acabado allí;
la compañía en la que trabajaba no solo lo despidió sino que le inició una
demanda judicial por considerar que Victorino había tomado el líquido para
luego "vendérselo" a la competencia. Una completa locura, sí. Al parecer,
mediante dificultosos procesos, se puede depurar la orina y separar el perfume
de las toxinas y los sedimentos. Él se defendió una y otra vez pero no hubo
caso, no pudo convencer al magistrado que lo expulsó literalmente del país galo
para siempre.
Un día viajaba en colectivo, y frente a él un adolescente o
quizá un hombre de aspecto muy joven manipulaba su celular de forma tan extraña
que Victorino comenzó a sospechar que le estaba sacando fotos. De repente, un
rápido flash lo iluminó; sí, le
estaba sacando fotos. Al principio se sintió halagado, algo curioso, pero luego
empezó a sentirse cada vez más enojado. Al instante recordó que el día anterior
se había caído por las escaleras de su edificio porque otra vez se había
cortado la electricidad, y a pesar de los insistentes reclamos, la
Administración se negaba a colocar luces de emergencia. Rodó como siete pisos,
y el cuerpo le había quedado blando como un plato de ñoquis. Tenía moretones en
todo el cuerpo y uno muy visible en la cara. Gracias a su gran contextura no se
había hecho demasiado daño, pero lo que lo sacaba completamente de quicio era la
mezquindad del consorcio, considerando el enorme valor de las expensas que
cobraba.
No había sido el único en caer; al rodar, vio desparramados
como a diez vecinos a lo largo de todo su doloroso recorrido, vecinos que por
suerte lograron detenerse antes o amortiguarse con alguna de las paredes. Él
era tan pesado que no lo logró.
Otro flash lo hizo
volver a la realidad; el chico seguía inmortalizándolo con su pequeño dispositivo
y Victorino no tuvo más paciencia. El diálogo fue algo así, o más o menos así
me lo contaba mi amigo:
– Disculpame flaco, ¿por qué me estás sacando fotos?
– Señor… usted es la cara que estábamos buscando…
– ¿Qué cara…qué…qué me estás diciendo?
– Usted, señor… ¿está preparado para saltar a la fama?
Victorino, con el cabello más oscuro, un
aspecto formal lejos del escocés, y su cara
tradicional de "tipo duro" a pesar de ser más bueno que un pancito flautín. |
Luego de eso, hubo un intercambio que pasó de dudoso a
amigable, y entonces Victorino bajó de ese colectivo con la certeza de que su
carrera laboral tomaría un nuevo e impredecible rumbo. Veía la tarjeta impoluta
que le había entregado el joven, leía y releía su nombre, su teléfono, su alto
puesto…no perdería nada con llamarlo. Estaba sin trabajo y tampoco podía
especular tanto. Eran los ‘90 y la cosa pintaba difícil, la desocupación era como
una soga en el bolsillo. “Así que al otro día llamé y fui a ese Estudio de la
calle Dorrego”, me contaba Victorino pasándome un mate.
Meses después, luego de muchas sesiones con dibujantes,
fotógrafos, estilistas, maquilladores, continuistas, ilustradores y peluqueros,
Victorino se convirtió en el “modelo vivo” de los personajes de la marca Kevingston, empresa del rubro de la
indumentaria inspirada básicamente en el
Polo y el Rugby. Debió firmar un contrato de confidencialidad (tenía
terminantemente prohibido hablar sobre su trabajo) y exclusividad (no debía
aceptar ni trabajar en nada relacionado a los medios de comunicación) durante
una década.
Le pagaban una fortuna y es por eso que luego renovó el
contrato y luego, otra vez. Desde entonces, miles de personas llevan en sus
remeras jugadores embarrados golpeando una pelota o tomando una cerveza; todo
un imaginario inspirado en el rostro de Victorino. De hecho, yo tenía una
remera de esa marca que me habían regalado alguna vez, y cuando me contó todo esto,
volví a casa a buscarla y efectivamente pude ver a mi amigo en esas caras llenas de moretones, con algunas
vendas embarradas. El mundo de la publicidad es un misterio, por lo menos para
mí. Ahora era como una estrella de los medios, pero una estrella conocida solo
por unos pocos; pero no por eso dejaba de recibir invitaciones a cenas, presentaciones,
eventos de gala. La fama con las mujeres fue en alza. Y si bien siguió teniendo
algunos golpes por caídas o distracciones, Kevingston
lo alentaba a infligirse cada vez más y mejores heridas, que eran recibidas con
entusiastas aplausos cuando asistía a una nueva sesión de fotos.
Una curiosidad: uno de los pocos acuerdos que había pactado
cuando firmó ese primer contrato, era el de recibir al menos una copia de cada
remera, llavero o muñequito que saliera. La empresa había aceptado sin poner un
solo ‘pero’. En tantos años de actividad publicitaria, la casa de Victorino se
había convertido en un museo atestadísimo de figuras, objetos y prendas
inspiradas en su rostro. Hasta atrás del inodoro, uno advertía un pilón de
porta documentos y fundas para celular. Victorino se convirtió, con el paso del
tiempo, en un acumulador enfermizo que, sumado a un ego disparado por ese
constante reflejo de sí mismo, perdió noción de la realidad.
Estos fueron los calzones asesinos de Victorino |
Durante un tiempo dejó de aparecer en los lugares que solía
frecuentar. No contestaba los llamados ni respondía los mails. Hasta que sucedió lo peor, algo impensable: los vecinos
empezaron a sentir un desagradable olor que salía de su departamento y no se
parecía al cerdo agridulce que semana tras semana intentaba preparar. Victorino
estaba muerto, debajo de unas cajas inmensas llenas de calzoncillos tipo boxer que se le habían caído encima. La
causa de la defunción fue principalmente asfixia, pero tenía síntomas de
desnutrición y deshidratación también. La marca, por una sospechosa cláusula
del contrato que al parecer fue algo “retocado”, según los peritos judiciales,
se apropiaría para siempre de la figura
del fallecido, sin lugar a reclamos por parte de terceros.
Ahora genera cierta desazón cruzarse con su rostro en los productos,
donde sea que se encuentren, pero pienso que por otro lado es una manera de
inmortalizarlo, de mantener su imagen viva para siempre. Cada vez que bajo al sotano y veo los soquetes enmarcados en mi pared, autografiados por Victorino, no puedo evitar que se me piante un lagrimón.
¡Hasta siempre amigo!
¡Hasta siempre amigo!
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Gracias una vez más amiga de la vida.